Los volcanes

Los volcanes

Mónica Flores |

María Luisa ve la primera luz de la mañana entreverada al resplandor rosado de las flores del laurel en la ventana de su celda. Entra un fino aire primaveral, ella salta de su estrecha cama de bronce y se arrodilla para la primera oración. Sus dos compañeras de celda duermen aún. La entusiasman los días viernes, éste en especial, en que le ha sido asignada la atención al público en el turno de la tarde. La reclusión posee ese pequeño resquicio a través del cual mirar lo que les está vedado. En la ciudadela de Santa Catalina de Siena conviven más de doscientas mujeres de distintos lugares del Perú, de variadas edades y condición social. Ella es del grupo de las más jóvenes. Su familia es de Moquegua. Su padre es carpintero y gracias a su habilidad hace tiempo que es convocado para restaurar parte del mobiliario del convento. María Luisa desde los doce años acompañó a su padre en las temporadas en que, para poder hacer los trabajos en el Monasterio, se instalaban en casa de unos primos en Arequipa. La estadía solía durar largas semanas. Rebosaba de alegría en esos viajes, no sólo porque jugaba con sus primos, y por las noches ellos contaban las historias del Misti, sus erupciones, sus fumatas y sus enojos, sino porque le era permitido entrar a la ciudadela de la mano de su padre. Necesito un ayudante, había explicado él a la superiora encargada de los trabajos.  Aunque ambos sabían que en realidad era sólo para compartir esa travesía por los patios poblados de naranjos, de huertas y de rosales, y por el placer de ingresar a los claustros frescos, olorosos de jazmines e incienso. En la penumbra María Luisa, sostenía la lámpara para que su padre hiciera los arreglos. Todo era bello en ese lugar. Afuera, el color rojizo de las paredes, el azul de las arcadas, el perfume de los limoneros que cruzaba los cuartos y más arriba las cúpulas de sillar luminoso. La deslumbraba la madera tallada de los muebles con sus bordes dorados, las vírgenes con sus mantos celestes, verdes agua o esmeraldas, que brillaban ante sus ojos como estrellas con sus infinitos bordados.  Al mediodía, las monjas les traían dos vasos rebosantes de chicha morada y un plato con queso fresco y habas. Eso la hacía sentir una visitante privilegiada. Ya en su cama de Moquegua, antes de conciliar el sueño le gustaba imaginarse caminando por las galerías perfumadas del monasterio.

Cuando cumplió los dieciséis años, le pidió a su padre que en su próximo viaje a Arequipa averiguara los requisitos para ser admitida como hermana de clausura. Él la miró en silencio y un leve rictus de dolor pasó por su frente. ¿Estás segura? Tienes muchos años todavía para pensar si es que no quieres casarte. Como dice mamá has nacido con el nuevo siglo y nadie te obligará a hacer lo que no deseas. María Luisa sonrió. Estoy segura papá. Ha pasado más de un año y continúa disfrutando de vivir en el Monasterio, ocuparse de la huerta y del taller de los licores, conversar con las novicias sobre sus historias y reírse bajito cuando no están las hermanas consagradas, es algo de lo que no se arrepiente.

Hoy es su tarde de atención al público, si es que alguien toca la campanilla sobre el lado sur. Una mujer compra tres frascos de miel, un señor mayor un licor monacal y está a punto de dirigirse hacia el comedor, cuando suena otra vez la campanilla. Gira el disco de madera que le permite ver al visitante. Es un joven alto, con lentes redondos. Señor ¿en qué puedo servirle? pregunta María Luisa. Puede verle el rostro completo, él a ella solo la nariz, los ojos y parte de la cofia sobre su frente. Oh exclama él con una gran sonrisa, ¡Qué ojos tan lindos! Ella sonríe sin querer, pero rápido se recata y reitera su pregunta ¿Puedo servirlo en algo señor? Perdón, perdón no quise ser impertinente, es que me sorprendió, pensé que las monjas eran distintas. Somos distintas, ninguna es igual a otra,  responde María Luisa tratando de mantenerse seria. El joven se inclina como en una reverencia, quise decir, no creí que fueran tan jóvenes y con encanto. María Luisa, lo mira con un poco de temor. El joven saca de su bolsillo un pequeño paquetito y lo apoya sobre el plato giratorio. Quería saber si ustedes podrían arreglar este camafeo, su tapa está falseada.  María Luisa hace un gesto apenada. No creo, pero le preguntaré a la hermana que engasta los rosarios. Ahora es muy tarde, tendría que venir la próxima semana. El joven acerca un poco más su cara hacia la abertura. ¿La encontraré a usted? María Luisa sonríe. No lo creo, sólo me asignan el tercer viernes de cada mes. El joven se queda mirándola fijo. Levanta el paquetito, lo guarda y vuelve hacer una leve reverencia. Volveré. ¿Puedo saber su nombre? Ella hace girar el platillo que cierra la ventanita y antes de terminar de cerrarla, dice con claridad: María Luisa Vela, señor.

A medida que las semanas pasan la curiosidad de María Luisa crece. El tercer viernes hace sus oraciones sin poder concentrarse, apenas prueba el almuerzo y siente que le tiemblan las manos cuando suena el primer campanilleo, pero recién a las seis de la tarde ve detrás de la puertita giratoria la sonrisa ancha del joven. No vengo por el camafeo, vengo a invitarte a que vayamos este domingo a mirar el Misti. ¿El volcán? Pregunta María Luisa cuando pudo reponerse de la sorpresa. Es mi cumpleaños número veinte y mi padre me prestará su auto. ¿Un automóvil? La incredulidad de María Luisa iba en aumento. Pero… no nos está permitido salir de ninguna manera. No sabía por qué continuaba respondiendo a esa conversación alocada. Cuando comience la misa de once, puedo esperarte afuera. Nosotras no vamos a la misa del público. Pero puedes encontrar la forma de escabullirte, ¿sí? El Misti dicen que es maravilloso, el mejor de los tres ¿lo conoces? No, pero se lo ve de lejos desde cualquier lugar. Sí, pero no es igual mirarlo de cerca y además es mi cumpleaños. Tú ¿qué edad tienes? Diecisiete. Entonces te espero afuera, en este mismo lugar, pero no vengas con el hábito, ¿no? María Luisa cierra sin responder la puertita de madera y su cabeza empieza a darle vueltas. Se escabulle hacia su celda y se arrodilla, no podía rezar, solo respiraba para calmarse. A la hora de la cena, devoró, porque no había comido nada desde el desayuno, sentía un poco de fiebre. Se preguntó si estaba delirando, pero no, cuando apoyó la cabeza en la almohada recordó a su padre. Deseó que estuviera allí para tranquilizarla. Se despertó el sábado antes del alba. Se quedó largo rato en la cama mirando las vigas del techo. Un desconocido le había hecho una propuesta descabellada, impropia, ofensiva para su condición de novicia y sin embargo la estaba considerando, esa idea la iba invadiendo, la inquietaba y la hacía preguntarse por qué había elegido vivir en el monasterio. La sacudían imágenes que había silenciado. La modestia de su casita en el campo, el trabajo inacabable de las cosechas, la sumisión de las jóvenes a hombres toscos, la resignación a que no era posible escapar de ese futuro. Sabía que en el convento podía estudiar y que no tendría que servir a nadie. La serenidad de ese lugar desde siempre la atrajo, la sedujo. Apartó esas ideas y con esfuerzo se levantó para hacer sus oraciones y esta vez sus oraciones fueron preguntas. Preguntas que nunca antes se había hecho. Una y otra vez quiso apresar sus propios sentimientos, para mirarlos, para entenderlos, pero se le escurrían como el agua de una tinaja rota. Pasada la hora de la siesta, fregó los pisos hasta extenuarse y se bañó como entre sueños. Después de la cena de los sábados, solían reunirse a cantar en uno de los patios con las novicias que eran de su grupo, pero María Luisa se excusó. Mirando la vela que se consumía, escuchó de nuevo la voz pródiga del joven, un señorito de ojos rasgados y dientes agraciados, un señorito impertinente, se dijo. Algo en ella se soltó. Se durmió pensando en el secreto de los volcanes, en el magnetismo de esas piedras con las que se había levantado la ciudadela, y se dejó ir entregada a la blandura de su almohada y de su dios.

Cuando el domingo abrió los ojos, su cabeza estaba fresca, percibió el olor de las flores de los naranjos del patio y sintió que su cuerpo había cambiado, como si un rayo la hubiese atravesado, como si un manantial la recorriera. Creyó haber soñado que eran las vírgenes quienes la conducían hacia un domingo diferente, la bautizaban, le dictaban un plan que no coincidía con lo aprendido en el convento, la instaban con sus mantos coloridos hacia lo diáfano del afuera, se veía corriendo descalza por el empedrado fresco y recién baldeado de la ciudadela. Era la ciudad blanca, tan blanca como los picos nevados, lo que la había atrapado, pensó. Se asomó a la ventana y desde allí vio las cúpulas construidas con esas piedras relucientes de la lava solidificada. Sonrió para sus adentros, era la mejor invitación que le habían hecho nunca, aproximarse al Misti, el más arrogante de los volcanes. No tenía ninguna duda, ahora. Ella sabía cómo salir de la ciudadela, lo había hecho muchas veces cuando acompañaba a su papá, pero cómo podía encontrarse con ese joven, con qué ropas, las sandalias que llevaba puestas eran modestas y envejecidas. Eso era lo que más la preocupaba. Su madre había insistido en que llevara con ella el vestido que le hiciera para sus quince años. Era de  algodón blanco y la pechera estaba bordada con hilos turquesas y  verdes. Con ese vestido llegó el primer día, pero sus sandalias eran las que usaba habitualmente en el campo y en la abadía. Imposible salir con ellas.

No se levantó cuando lo hicieron sus compañeras de cuarto. Adujo dolor de estómago y las novicias le trajeron un té antes de irse a la misa. Cuando ya no se escucharon voces de novicias ni de hermanas consagradas, sin cambiarse el camisón fue hasta la edificación donde vivían las residentes que provenían de las familias adineradas. Había estado allí varias veces, cuando les traía la ropa limpia del lavadero. Entró a esas habitaciones espaciosas, de mobiliarios elegantes, las camas con dosel, algunas mesas de mármol y con grandes roperos en lugar de los simples estantes de su cuarto. Los fue abriendo uno a uno, siempre abajo se guardaban los calzados. Hasta que encontró lo que buscaba, zapatos que se ajustaran a su pie, unos de cuero azulado y otros negros con taco. Uno al lado del otro. Se probó ambos, eligió el azul. Cerró el ropero, a lo lejos se escuchaban los cánticos. Se puso el vestido que le bordara su madre, había adelgazado desde sus quince años, dobló los hábitos con prolijidad y los acomodó sobre su poca ropa.

Caminó derecha, aprendiendo con dificultad a usar esos zapatitos preciosos, por las calles adoquinadas, bordeadas de cántaros con geranios. Al destrabar el cerrojo de la puerta de oriente, las campanadas repicaron anunciando la misa de once. Apuró el paso y le pareció escuchar a su madre que siempre le decía María Luisa naciste en el novecientos, por eso estás siempre sorprendiéndonos, María Luisa, cuídate mi niña. Sí madre, no es sólo por el joven, es por los volcanes, madre, es por el encierro, es porque ya no quiero rezar a toda hora, es porque todavía no sé lo que quiero.

Para Ivana


Fotografía: Rene Quenneville en Flickr

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