Tomas Moro y la Utopía

Tomas Moro y la Utopía

Humberto Zambón |

Tomás Moro escribió en 1516 su libro Utopía, nombre que asigna a una isla imaginaria, en la que ubica a una sociedad ideal, lo que le sirve de base para una profunda crítica a la sociedad de su época. La palabra Utopía proviene del griego (U negación y topos lugar) y literalmente significa no-lugar, es decir, lugar que no existe. Se inspiró en las noticias que llegaban del nuevo continente recientemente descubierto por Colón para los europeos, sorprendido por el carácter comunitario de la producción y de la vida económico-social en América, tan distinto a los egoísmos europeos y a la apropiación privada de la tierra, que generaba los conflictos rurales en su época. Influenciado por la República de Platón, según él mismo reconoció, y por los informes de Américo Vespucio, escribió su libro como si fuera el relato de un supuesto acompañante de ese marino, que dice haber vivido cinco años en una isla con esa denominación. No la ubica, ya que “ninguno de nosotros nos acordamos de preguntarle ni él de decirnos en que parte del Nuevo Mundo está situada Utopía” y, más adelante, dice confesar que “…me avergüenza ignorar en que mar se encuentra aquella isla de la cual escribo un tan largo tratado…”. Algunos investigadores creen que pensaba en Cuba.

Moro utilizó su relato para criticar ácida y ferozmente a la realidad de la Inglaterra de su tiempo y para presentar sus ideas, que asombran por lo moderno: planteó la tolerancia y el respeto religiosos, se manifestó contrario a las conversiones forzosas, y sostuvo posiciones pacifistas, contra el militarismo.

Los habitantes de Utopía vivían alternativamente en el campo, donde cultivaban la tierra, y en la ciudad, donde practicaban un oficio. El trabajo era obligatorio, tanto para los hombres como para las mujeres, por lo que –ante la inexistencia de personas ociosas- con una corta jornada de trabajo se podía dar satisfacción a todas las necesidades de los ciudadanos. Los productos elaborados se trasladaban a depósitos especiales desde donde se los repartía, incluido los alimentos naturales, en forma gratuita a los padres de familia para ellos y los suyos. También existían comedores colectivos para quienes lo desearan. Las casas, con sus respectivos jardines, eran públicas y se distribuían por sorteo cada diez años. Existían en las ciudades, además, edificaciones palaciegas para las diversiones y para que los utopianos pasasen su tiempo de descanso. La vida era agradable, alegre y sencilla.

Moro tenía en claro que «en todos los lugares donde la propiedad es un derecho individual, donde todas las cosas se miden por dinero, no podrá organizarse nunca ni la justicia ni la prosperidad social».

Lo que es poco conocido es que pocos años después esta utopía tomó cuerpo en la realidad en América, gracias al esfuerzo de Vasco de Quiroga. Este fue designado en 1530 como oidor de la Audiencia de Nueva España, donde inició una carrera en defensa del indio americano. En 1532, cuando tenía 60 años, fundó Santa Fe, a pocos kilómetros de México, una comunidad cristiana que seguía la descripción de Moro: 10 a 12 familias con propiedad comunal y trabajo obligatorio, en jornadas de 6 horas diarias, con distribución equitativa del ingreso y con el lujo prohibido; se enseñaba agricultura a los niños, en forma amena y durante dos horas diarias, y artesanías a los mayores. Al año siguiente fundó una segunda comunidad en Michoacán y en 1539 una tercera a orillas del río Lerma. El éxito de estas utopías fue tal que duraron hasta el siglo XIX. Vasco de Quiroga era laico, pero cuando hubo que designar obispo para una nueva diócesis en Michoacán se lo eligió a él (existen pocos antecedentes de obispos no sacerdotes. Uno de ellos es el de San Ambrosio, nombrado obispo de Milán en siglo V). Quiroga murió a los 92 años.

Moro también influyó en Roque González de Santa Cruz, quien ideó e inició la fundación de los pueblos de las misiones jesuíticas creadas en el noreste argentino, Paraguay y oeste de Brasil (la primera fue San Ignacio de Guazú en 1609). Todas tenían la misma urbanización y las mismas normas de funcionamiento: grandes casas colectivas, separadas interiormente para cada una de las veinte a sesenta familias que la habitaban, en forma de hileras, con una plaza central donde se celebraban las fiestas, se tocaba música y bailaba. La iglesia, en esa plaza, era el único lujo de la misión. Los guaraníes evitaron así la esclavitud o el trabajo forzado en las encomiendas, mientras que al cambiar sus instrumentos de labranza de madera por herramientas de hierro vieron aumentar la productividad de su trabajo; por otro lado, sintieron el respeto por su condición humana e, incluso, integraron los cabildos de cada uno de los pueblos. Eran comunidades prácticamente autosuficientes; para cubrir las necesidades que no podían satisfacer con la producción local exportaban yerba mate y con ese dinero importaban unos pocos productos, como vidrio y papel.

Luego de Moro otros pensadores idearon sociedades mejores y el término “utopía” se convirtió en un sustantivo común, aplicable a cualquier proyecto de sociedad ideal imaginada por los hombres. Claro está que después de los años ’70 comenzó el dominio intelectual del pensamiento único y se declaró la muerte de las utopías, aplastadas bajo el peso del individualismo y la superficialidad de la posmodernidad.

Sin embargo a la utopía no se la puede obviar. Como dice Eric Hobsbawm, “Si los hombres no alimentan un ideal de un mundo mejor, pierden algo. Si el único ideal de los hombres fuera perseguir la felicidad personal a través de los bienes materiales, la especie humana se degradaría” y, más adelante, “el verdadero problema no es ambicionar un mundo mejor: es creer en la utopía de un mundo perfecto”.

En última instancia, la importancia de la utopía la plantea Eduardo Galeano en una conocida poesía: “La utopía es como el horizonte/ Está allá lejos/ Y yo camino dos pasos:/ El horizonte se aleja/ Y yo camino diez pasos/ Y ella se aleja diez pasos/ ¿Para qué sirve?/ Sirve para eso/ Para caminar”

(Fragmento textual del libro de Humberto Zambon, “Hablemos de economía”, EDUCO, 2012)


 

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