La deuda gravita sobre nuestras vidas de forma permanente, y se cierne como amenaza a un cualquier intento por cambiar el rumbo.
Un pésimo sueño
La pesadilla retornó en junio de 2018, cuando sin mediar los procesos administrativos legalmente establecidos, el presidente Mauricio Macri y su ministro Nicolás Dujovne pactaron un acuerdo de tipo Stand By con el FMI por una cifra récord equivalente a 50 mil millones de dólares. El acuerdo, se decía, buscaba reconstituir la confianza del mercado, en el marco de un proceso de fuga de capitales acelerado, desatado merced de un cambio de vientos a escala mundial –el rumor de subas de tasas de interés en Estados Unidos- que encontró a la Argentina desguarecida, sin ningún instrumento que sirva de refugio. Todo condicionamiento a los movimientos de capitales había sido eliminado desde diciembre de 2015 bajo el supuesto de que la confianza en el programa del gobierno era suficiente; y así como ingresaron capitales masivamente a aprovechar las altas tasas de interés locales, una vez hecha la ganancia, procedieron a retirarse sin haber dejado ni un solo nuevo activo productivo. Cosecha de interés y estampida. Se caía así la promesa.
El acuerdo firmado con el FMI no podía reponer esa confianza, porque no había fundamento para ello fuera de la ciega confianza ideológica. Más bien, introdujo un flujo de llegada de dólares para financiar la corrida hacia afuera, los fondos de inversión que habían llegado dos años antes y querían irse del país, pero necesitaban para eso dólares. Un Stand By supone su devolución en un plazo de 3 a 5 años, justo para el gobierno que siguiera. Era un acto de apoyo político del organismo para la cruzada antipopulista de Macri en la región –y así lo declaró Mauricio Cleaver Carone, por entonces representante en el FMI del gobierno de Estados Unidos-. A pesar de la evidencia existente sobre el destino de los fondos –la misma fuga que el FMI indica en su Convenio Constitutivo no poder financiar-, el acuerdo se amplió hasta 57.100 millones de dólares, y los desembolsos siguieron hasta que Macri salió mal parado en las elecciones primarias de 2019.
En medio de ello, la economía quedó estancada en una recesión, atravesando una sucesión de devaluaciones que aceleraron la inflación a un nuevo nivel, cercano al 50% anual. Los salarios se desplomaron, y la pobreza y la indigencia aumentaron. El gobierno de Cambiemos terminó reinstaurando los controles a los movimientos de divisas (entre ellos, los controles cambiarios que incluyen el mal llamado “cepo”) y “reperfilando” su propia deuda local; esto es, declarando la imposibilidad de cumplir a término con sus obligaciones. Una crisis generalizada, ante la cual la mayoría de la población reaccionó pidiendo su fin. El voto al recién constituido Frente de Todos, encabezado por Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, tenía parte de sus razones en ese pedido: poner fin a la crisis en curso, de origen financiero.
Una pesadilla de la que no nos despertamos
El nuevo gobierno asumió en una situación social y económica muy delicada, y en pocos meses tuvo que lidiar con la pandemia de COVID-19, que provocó la crisis económica global más generalizada en un siglo y medio y la más profunda desde la crisis del ’30 del siglo pasado. Esta crisis económica y sanitaria hizo caer severamente la demanda, interrumpió las cadenas de suministros, y puso al mundo entero en una emergencia para la cual no había libreto. Incluso en la salida de la pandemia, un año y medio después, producto de las políticas de auxilio pero también de las dificultades para reorganizar las cadenas internacionales de valor, la inflación se elevó a niveles no vistos en décadas. Y como si eso no alcanzara, la invasión de Rusia a Ucrania puso en entredicho a dos de los principales proveedores de oleaginosas, cereales y gas del mundo. Más inflación, aunque también más oportunidades para terceros países con productos similares y menos conflicto geopolítico, como la Argentina. Solo falta en este relato añadir el evento climático extremo, la sequía que hizo perder alrededor de 20 mil millones de dólares en exportaciones agrícolas.
Estas (casi) 7 plagas bíblicas describen una situación hostil para cualquier gobierno. Pero el que gobernó fue el del Frente de Todos, y aun cuando esto permita comprender, no termina de explicar. Porque la crisis local heredada de la devastación dejada por Cambiemos tenía todos los pelos y señas del desfalco recién cometido, porque la pandemia con crisis mundial era una emergencia humanitaria palpable que permitía explorar alternativas algo más osadas –incluso para un gobierno de coalición sin visos revolucionarios-. Apenas asumió, la orientación respecto de la deuda fue buscar la buena voluntad de los acreedores, realizando giras pidiendo comprensión a los gobiernos que controlan al FMI. Más que comprensión, era momento de exigir hacerse cargo de la co-responsabilidad por haber prestado en condiciones que eran a todas luces impagables y violatorias de los propios estatutos de la institución. Más que apoyo, era necesario alivio, reducción concreta, en especial cuando pagar durante la pandemia limitaba los recursos fiscales disponibles para atender la emergencia. El marco internacional de los derechos humanos indica lineamientos claros sobre cómo asignar recursos ante este tipo de situaciones.
Argentina no estaba sola, los propios países del G20, con el FMI y el Banco Mundial reconocieron rápidamente la existencia de un riesgo generalizado de impago, ante el cual hicieron poco y nada: un marco común y una iniciativa de suspensión que no incluía a los acreedores privados ni a China (principal prestamista oficial del mundo). Es decir, que no se miraba la arquitectura financiera internacional realmente existente y se dejaba en manos de los grandes fondos la posibilidad de imponer sus intereses ante países necesitados de recursos: exigirles el esfuerzo imposible por pagar y demostrar que seguirían pagando, aunque eso les llevara más que lo que invertían en salud, educación y protección social (como ocurrió con 25 países). Argentina podía buscar hacer fuerza con otros países de la periferia mundial, amenazados por igual por la pandemia y la deuda. Podía explorar los resquicios de un mundo en transición, donde otras fuentes de financiamiento aparecían. Por la presión internacional, el FMI emitió 650 mil millones de dólares en Derechos Especiales de Giro, la medida más progresiva del período, que permitió a los países aliviar su carga, aunque en el caso argentino se utilizó… para pagar al propio Fondo.
El gobierno del Frente de Todos concretó un canje masivo con acreedores privados en agosto de 2020, dilatando los pagos en el tiempo con una menor tasa de interés. Y en marzo de 2022 llegó a un nuevo acuerdo con el FMI, uno llamado de Facilidades Extendidas, que tiene una duración más larga -10 años- aunque suele venir acompañado de más pedidos de reformas de carácter estructural. El nuevo acuerdo iría desembolsando trimestralmente su total de 44.500 millones de dólares para pagar el acuerdo previo, aun vigente. Cada tres meses el gobierno debe someter sus cuentas fiscales y sus políticas públicas al escrutinio técnico del organismo (siempre mediado por su visión ortodoxa de cómo deben ser las mismas), y al debate político del Directorio (integrado por los gobiernos, con especial peso de los países centrales). Así, cada tres meses desde marzo de 2022, este co-gobierno sometió a incertidumbre a la macroeconomía argentina, porque no se sabe si los fondos estarán o no disponibles… para pagarse a sí mismo. En lugar de construir confianza, se incrementó la incertidumbre en una economía ya frágil. La Oficina de Evaluación Independiente del organismo había señalado ya algunos de los problemas del acuerdo de 2018, y el gobierno mantenía cierta retórica encendida sobre el asunto, pero nada cambió. Igual que con los privados, se extendieron los plazos de la misma deuda.
En el medio, sin embargo, se incorporaron condiciones de ajuste fiscal, menor emisión monetaria, depreciación de la moneda (y con ella de los salarios e ingresos fijos) y acumulación de reservas, todo en plazos cortos –aunque no en forma de shock-. Algunas voces señalamos el problema que esto representaba, pero la voz siempre justificante de la real politik nos indicaba que era necesario ordenar la macro para poder crecer y con ello mejorar la distribución. Pero la crítica no será solo al cambio de orden de prioridades, que puso a los acreedores antes que al pueblo, sino a la ineficacia de ese rumbo para sus propios objetivos. Tal como podemos ver, esta vez el diario del lunes tenía noticias que sabíamos desde el viernes: la macroeconomía no se estabilizó, al contrario, la inflación se incrementó, el crecimiento se ralentizó, y las condiciones de vida de las mayorías populares no mejoraron, sino que consolidaron el ajuste del gobierno anterior. Todo lo que se nos presentaba como argumento para no buscar una salida diferente, ocurrió siguiendo el camino del buen pagador.
Es necesario volver a soñar
La estrategia de ser buen deudor, no mover el avispero y tratar de negociar de buena fe, era de cierta forma entregarse a los mismos co-responsables (junto al gobierno de Cambiemos) de la debacle existente: ¿por qué quienes indujeron la crisis buscando ganancias iban a hacer algo diferente, si no tenían presión para hacerlo? Incluso un gobierno nacionalista podría haber intentado ampliar la propia suspensión de pagos iniciada por el gobierno anterior, buscar aliados entre otros países deudores o explorar fuentes alternativas de financiamiento. No se hizo nada de esto, esperando clemencia. Pero esta nunca llegó. Se reditó una vez más la célebre y lúcida frase que Ernesto “Che” Guevara pronunciara hace casi 60 años: “No se puede confiar en el imperialismo ni tantito así, nada”.
Durante el gobierno del Frente de Todos, dos terceras partes del superávit comercial se fueron a pagar deuda, tanto pública como privada. En esta última se incluyen los pagos por operaciones intra-firma, es decir, autopréstamos. Aun cuando no lo son, no se explica para qué inversiones tomaron deuda las empresas durante el gobierno de Cambiemos, ni por qué no utilizan sus compras previas de moneda extranjera, por qué en lugar de ellos accedieron a dólares baratos para pagar esas deudas. Desde 2022 se insiste cada vez más con el problema de la restricción externa, la falta de dólares para crecer: pero esos dólares (y otras monedas) entraron y se fueron por la canaleta de la deuda.
En la última década se ha reforzado el sesgo primario de la exportación argentina, con una creciente gravitación del complejo oleaginoso cerealero. Algunas voces heterodoxas buscan diversificar este sesgo, incorporando centralmente las nuevas joyas de la transición energética global: el litio y el gas en yacimientos no convencionales. En todos los casos, la relevancia de los capitales transnacionales es determinante, y exigen para invertir mayores privilegios fiscales y cambiarios. Ante la urgencia de cumplir con la deuda –y bajo las sugerencias explícitas del FMI en sus revisiones- el sesgo para “ordenar la macro” sigue siendo exportar más dando mayores beneficios a estos grandes actores, lo cual va en detrimento de una distribución más justa o un compromiso realista con las urgencias de acción climática. El FMI dilató por meses su decisión ante el faltante de dólares por la sequía, agregando inestabilidad en año electoral y en los hechos influyó sobremanera en el escenario político.
El gobierno, por su parte, ha estado ajustando en los términos exigidos por el Fondo, lo cual limita severamente las posibilidades de realizar políticas de empleo o de ingresos, así como de cambio estructural en línea con las urgencias climáticas. En cambio, de la mano de programas de estímulo a las exportaciones tradicionales, refuerza el sesgo primario existente.
Solo tardíamente (y en posición de debilidad por el propio desgaste político) empezó a explorar acercamientos a China y los BRICS como vía de financiamiento alternativo, o incluso se reunió con otros grandes deudores –como Egipto y Paquistán-. Esta clase de tibias exploraciones tardías añaden ruido ante las inminentes elecciones, donde las fuerzas de la oposición fuerzan posiciones sobre-ideologizadas sobre un escenario internacional que ya no existe.
Así, el gobierno se ve atrapado en una situación imposible, pero que ya era anticipada: en el proceso electoral, pretende al mismo tiempo cumplir con los acreedores (y sus socios locales) al tiempo que busca justificar ante un electorado defraudado por qué no redistribuye, por qué el crecimiento no se traduce en mejores empleos o salarios. Por qué, después que se renegoció la deuda y se cumplió con esas exigencias, la macroeconomía está peor que antes, tal como nos amenazaban que estaría si no cumplíamos las demandas de los acreedores. El hastío es lógico, y no alcanzan genealogías del problema: se necesitan soluciones. Sería hora de dejar de probar lo que viene fallando y probar alternativas.
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Este texto no es lugar para cerrar un listado apresurado de propuestas. Sin embargo, algunas ya se entrevieron aquí mismo. Este mero listado, no exhaustivo, incluye utilizar la cesación de pagos como herramienta de presión, investigar y hacer responsables a quienes generan la deuda (en el gobierno, pero también entre los acreedores), poner a la deuda en un marco más amplio de obligaciones que incluye los derechos humanos –reconocidos en la Constitución-, buscar asociación con otros países deudores, indagar fuentes alternativas de financiamiento, evitar impulsar como salida a un patrón de especialización primario bajo el control de actores transnacionales. Deberíamos sumar la realización de una auditoria no solo contable o legal, como las que se hicieron, sino integral y participativa. Muchas de ellas son discusiones propuestas en el marco del Espacio de Trabajo para la Equidad Fiscal (ETFE), donde se pueden buscar más alternativas.
Francisco J. Cantamutto es Investigador IIESS (CONICET/UNS) e integrante de la Sociedad de Economía Crítica