Una dolarización, como la que propone Javier Milei, supone la eliminación de la moneda nacional y su reemplazo por el dólar estadounidense. Ello implica la pérdida de soberanía monetaria, es decir, la capacidad que tiene un país, a través de su Banco Central, para emitir moneda. De esta manera, la cantidad de dinero en circulación pasaría a estar determinada de manera directa y sin mediaciones por las posibilidades del país para generar divisas.
Una propuesta como la que impulsa el candidato más votado en las PASO presenta grandes problemas, entre los cuales queremos destacar dos: las consecuencias sociales del brutal ajuste que implicaría dolarizar sin dólares y los perniciosos efectos que tendría para la economía argentina en el largo plazo.
El antecedente de la Convertibilidad
La Convertibilidad fue un régimen de tipo de cambio fijo por ley que estuvo vigente entre abril de 1991 y diciembre de 2001. Si bien no implicaba la desaparición de la moneda nacional, sujetaba la cantidad de pesos en circulación a la cantidad de divisas que tenía el Banco Central en sus reservas. El gobierno no podía modificar el tipo de cambio sino que debía adecuar la cantidad de pesos en circulación a la cantidad de dólares que hubiera en las reservas, de manera de poder garantizar la convertibilidad de todo el circulante al tipo de cambio fijado por ley. Ello implicaba la imposibilidad para el Banco Central de emitir moneda sin su consecuente respaldo en dólares, lo que limitaba severamente la política monetaria, recortando así, por ejemplo, la posibilidad estimular la actividad durante un ciclo recesivo. Pero también limitaba muchísimo la política fiscal ya que la única manera de financiar el déficit público era a través del endeudamiento con el sector privado o con organismos multilaterales de crédito; la paradoja es que el déficit fiscal no cesaba de incrementarse a causa de la creciente carga de intereses que generaba el propio endeudamiento público.
La dolarización es una versión extrema de la Convertibilidad en tanto prácticamente se elimina la posibilidad de “volver atrás”, es decir, de recuperar la soberanía monetaria. Pero esta no es la única diferencia. También se daría en un contexto económico muy distinto, ya que en su momento la Convertibilidad pudo ser llevada a cabo en buena medida gracias a los dólares que entraron vía la privatización de casi todas las empresas públicas. Cuando el proceso se agotó, la Convertibilidad solo pudo ser sostenida al costo de un creciente endeudamiento externo, posible porque la Argentina había regularizado su situación con los acreedores a través del Plan Brady. Claro que ello se logró gracias a que las propias empresas públicas fueron entregadas como parte de pago de la deuda, en tanto la mayor parte del monto pagado por los concesionarios adjudicatarios durante la primera ola privatizadora se hizo a través de títulos públicos, que de esta manera fueron “rescatados” por el gobierno reconociendo su valor nominal cuando en el mercado cotizaban a un 30% de su valor.
A diferencia de ese entonces, en la actualidad el Estado argentino casi no cuenta con empresas para privatizar –de allí la insistencia en el discurso de la derecha contra Aerolíneas Argentinas e YPF, dos de las pocas firmas recuperadas– y tampoco dispone de acceso al crédito internacional, posibilidad obturada por el mega endeudamiento con el FMI en el que incurrió el gobierno de Macri.
El primer problema: dolarizar sin dólares
En la actualidad el Banco Central cuenta con reservas internacionales netas negativas, con lo cual una dolarización sólo podría llevarse a cabo con una fuertísima devaluación. La devaluación sería más aguda en el caso en que se buscaran dolarizar también los depósitos, pero aun si se optara por reemplazar sólo el dinero circulante –lo que implicaría que los depósitos a plazo quedarían como “dólares virtuales” o “argendólares”, esto es, valores sin ningún respaldo real en la nueva moneda y sin posibilidad de ser rescatados ante una corrida bancaria–, se tendría que hacer a un tipo de cambio mucho más elevado que a las actuales cotizaciones financieras.
Una devaluación semejante sería un golpe durísimo para los trabajadores y otros perceptores de ingresos fijos. La inflación en pesos generada por el salto en el tipo de cambio implicaría una pérdida de poder adquisitivo enorme. O, puesto en otros términos, si bien la mayoría de los bienes que consumimos mantendrían su valor en dólares, nuestros salarios caerían estrepitosamente medidos en esa moneda. De esta manera, un salario que hoy en día le permite a una familia adquirir los bienes y servicios que componen la canasta para no ser considerada pobre, pasaría a poder comprar la mitad, un tercio, o incluso menos, de dicha canasta. Ello, dado que los precios en dólares de la mayor parte de los bienes que la componen se mantendrían inalterados, mientras que el salario se vería sustancialmente reducido en moneda dura. No es difícil imaginar cuánto podría subir la pobreza, alcanzando niveles nunca vistos en nuestro país.
De esta manera podría darse, paradójicamente, una situación con ciertas similitudes a lo que sucedió en Cuba tras el colapso de la Unión Soviética y la creación de una nueva moneda atada al dólar que convivía con el tradicional peso cubano: se consolidaría un conjunto minoritario de la población con acceso a divisas (ya fuese porque estaba ocupada en actividades vinculadas al turismo o por el envío de remesas desde el extranjero por parte de familiares) con posibilidad de consumir bienes dolarizados, y una mayoría de la población sin acceso a este tipo de mercancías. Hasta allí las similitudes, ya que las diferencias con la situación cubana serían mayúsculas: allí al menos estaba garantizado el acceso a un conjunto de bienes esenciales a precios sustancialmente menores (posibles de ser adquiridos con los “viejos” pesos cubanos) y otro conjunto de servicios públicos de calidad de acceso gratito, como la salud y la educación. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que el combo dolarización + privatización de los servicios esenciales sería letal para la calidad de vida de la mayoría de los argentinos.
El segundo problema: desindustrialización y crisis en la balanza de pagos
Aun cuando se consiguieran préstamos que proveyesen los dólares necesarios para hacer una dolarización “ordenada”, en el largo plazo un esquema semejante sólo podría tener éxito en contener la inflación y estabilizar la economía si se lograse cristalizar una distribución del ingreso sumamente regresiva. En este sentido, la dolarización en un país como la Argentina, dada su crónica escasez de divisas, solo puede ser sostenida sometiendo a la mayor parte de su población a un proceso de deterioro y pauperización crónico o, caso contrario, se enfrentaría a una crisis de la balanza de pagos cuyo resultado sería… un deterioro y pauperización de las condiciones de vida de la mayoría de la población.
Ya sea el caso de que el gobierno dolarizador consiga un gigantesco préstamo para llevar adelante esta política o no, el resultado final sería el mismo, solo que en el primer caso sería una agonía lenta y en el segundo un shock abrupto. En este último caso es difícil pensar que la mayor parte de la población argentina, y especialmente les trabajadores organizades, aceptarán mansamente un recorte tan brutal en sus ingresos y probablemente reclamen por aumentos salariales, de jubilaciones, etc., encontrándose seguramente con una respuesta represiva. En caso de que se lograse vencer la represión y se consiga una recuperación de los ingresos, la situación también terminaría deviniendo en una nueva crisis del sector externo. Ello porque una medida como la dolarización no genera por sí misma cambios estructurales que permitan mejorar la competitividad de la economía nacional más allá de la reducción del costo laboral. En dicho marco, una recuperación de los salarios sin mejoras significativas en la productividad haría menos competitiva la producción local, sin posibilidad de apelar al mecanismo cambiario para compensar las diferencias de productividad.
Se podría contra argumentar que la implementación de la Convertibilidad generó un incremento de la productividad importante. Sin dejar esto de ser del todo mentira, deben analizarse cuáles fueron las causas y consecuencias de este aumento de la productividad, ya que este no se debió a un mayor desarrollo tecnológico o a una mejora sustantiva en la organización de la producción sino a dos procesos concomitantes: por un lado, a una mayor explotación laboral que implicó aumentos en los tiempos y ritmos de trabajo sin compensación monetaria equivalente hacia les trabajadores y, por otro lado, a la desaparición o la reconversión de miles de empresas, generalmente, pero no solo pequeñas y medianas, que no pudieron sostenerse frente a la apertura comercial y el abaratamiento de las importaciones que implicó el régimen de tipo de cambio fijo. Ello quiere decir que el aumento de la productividad logrado por la dupla Menem-Cavallo (referentes insoslayables de Milei) estuvo dada por un empeoramiento en las condiciones de les trabajadores y por la desaparición de los segmentos empresarios enteros, lo cual dejó en pie solo aquellas grandes empresas que ya eran competitivas al momento de establecerse la Convertibilidad debido a su inserción en sectores con ventajas comparativas derivadas de la abundancia de recursos naturales o por haber podido acceder a beneficios y prebendas que les permitieron consolidarse como actores monopólicos u oligopólicos (como fue el caso de las propias privatizaciones). Cabe recordar que la Convertibilidad supuso una reconfiguración productiva y empresarial caracterizada por la desindustrialización y una acentuada reprimarización de la economía, al tiempo que favoreció un intenso proceso de concentración y extranjerización que alcanzó incluso a importantes grupos empresarios locales que no lograron subsistir como tales.
Decíamos que un régimen de este tipo termina, tarde o temprano, con una pronunciada crisis en la balanza de pagos. En este sentido, la Convertibilidad, al abaratar las importaciones y encarecer la producción manufacturera local, condujo a un déficit comercial crónico que solo pudo ser solventado temporalmente a través del endeudamiento externo, que a su vez agravó la situación de las cuentas externas generando una mayor demanda de dólares a partir de la creciente carga de intereses. Al respecto, la deuda externa más que se duplicó, pasando de 61,3 mil millones de dólares en 1991 a más de 140 mil millones en 2001, en tanto los pagos de intereses llegaron a absorber el 20% del total del gasto público. De allí que cuando se cortaron los flujos de financiamiento externo quedó en evidencia la bancarrota del esquema de Convertibilidad, con la proliferación de cuasimonedas provinciales y nacionales (Patacones, Lecop, Lecor, etc.), la confiscación de los depósitos de los ahorristas (“corralito bancario”) y el default de la deuda pública. El panorama social se completaba con miles de desocupados organizados cortando calles y rutas, empresas abandonadas por sus dueños y recuperadas por sus trabajadores, el resurgimiento del trueque como forma de abastecerse de bienes esenciales y sectores medios movilizados en asambleas, entre muchas otras manifestaciones. En tanto, a nivel político la crisis encontró su máxima expresión en las renuncias del Cavallo y De La Rúa, seguidas por una sucesión de cuatro presidentes en diez días.
Espejito de color (verde)
Si bien la Convertibilidad tuvo relativo éxito en controlar la inflación, ello se hizo a costa del desguace del patrimonio público, la destrucción de buena parte del aparato productivo, la pérdida de derechos laborales y un aumento exponencial de la deuda externa. El abandono del “uno a uno” a comienzos de 2002 permitió, aunque no sin costos, una posterior recuperación de la actividad productiva y del empleo. La Convertibilidad fue un corsé del cual fue muy difícil salir, pero eventualmente se hizo porque nunca se abandonó la moneda nacional. Fue una cesión de soberanía transitoria. En cambio, tal como lo demuestra la experiencia ecuatoriana, recuperar la moneda nacional después de un proceso de dolarización es algo mucho más difícil lograr. Es imperioso confrontar con este tipo de salidas aparentemente “mágicas” que no resuelven ninguno de los problemas estructurales de la Argentina sino que, por el contrario, sólo los profundizan.
Andrés Wainer es Investigador FLACSO/CONICET e IDESBA/CTA