A mi madre la acarreé como una seguidilla de punzadas en ese corredor oscuro que fue mi infancia. Lo más doloroso, y que cada tanto me hinca las carnes, fue la complicidad con mi padre. Ese padre que se divertía dejándome llorar solo, en el cuarto más alejado de la casa porque decía que eso me haría hombre. Los veo riéndose por lo bajo o codeándose en la mesa del desayuno a causa de la dificultad con que yo ponía la mermelada sobre el pan. La negativa a leerme un cuento, cuando mis hermanos disfrutaban de ese privilegio todas las noches. El acoso diario y la burla acerca de cómo me ponía la camiseta, las medias, las zapatillas. La mirada que censuraba mi peinado, el modo en que me paraba, hasta mi silbido de cuando llamaba al perro. Con el perro jugaba a escondidas. Tenía prohibido tocarlo, era un guardián para la casa, no un juguete para que me llenara de pelos la ropa. La complicidad, digo, porque cuando llegaba la noche, ella era la encargada de inventariar todo lo que yo había hecho mal: demorarme en la verdulería, leer una revista de la colección de Manuel, haber molestado a Edgardo, según los gritos que cualquiera de mis dos hermanos empleaban para acusarme desde que aprendieron a gatear. Mi madre parecía satisfecha cuanto más larga resultara la lista, él sabría qué medidas tomar. Mi padre no reaccionaba inmediatamente, tal vez meditara sobre cuál era el castigo más adecuado. Aplazaba el asunto hasta después de la cena, bromeaban y conversaban animados. Luego ella lavaba los platos, tranquila, mientras él anunciaba que en todo el año no vería a mis primos, o que ese verano sólo mis hermanos menores irían a la pileta o me pegaba en las manos con el repasador doblado, o un par de bofetadas si la falta era verbal, o con el cinturón si la demora era mayor de diez minutos. Lo cual, entre otras cosas, me granjeó la antipatía de las señoras de la verdulería y del almacén porque yo no les permitía que saltearan mi turno, cuando ellas daban por sentado que a un niño puede dejárselo para el final.
Mi madre no quería, nunca quiso, nada que yo deseara, sin embargo mi padre sí aceptó que yo aprendiera karate. Él disfrutaba de esas competencias en las que comencé a ser ganador. A los nueve años fui seleccionado para un certamen en China.
El maestro se ocupó de todos los trámites, incluidos los permisos y acuerdos con mi padre. Salí de la oquedad de barrio Empalme para entrar a un sueño.
El viaje en avión, el mar abajo, pero especialmente el afecto del maestro, sus cuidados, eran experiencias que yo desconocía. Una vez en China, mi avidez por saber, esa curiosidad que a veces me perdió y otras me salvó la vida, me hicieron descubrir que existían unos monasterios donde se admitían niños si éstos lograban pasar difíciles pruebas de muchos días. Miles de niños anhelaban el privilegio que significaba ser un monje Shaolín.
Cuando se lo dije a mi maestro, él no pareció asombrado, hasta percibí cierta alegría. Creo que él sabía o al menos intuía que los golpes de mi padre eran los causantes de mis ojos sombreados, de las aureolas violetas y de la nariz vendada con que la que más de una vez llegué a los entrenamientos. Él mismo telegrafió a la Argentina para informar a mi familia y solicitar el permiso. En parte por vanidad, en parte por indiferencia dieron su autorización. Mi madre no me escribió nunca, mi padre sólo para saber si eso significaría dinero. El maestro llevaría la medalla de oro como único botín compensatorio de mi ausencia. Eso por el momento les fue suficiente. Una boca menos que alimentar. Mis hermanos menores tenían la aceptación de mi madre y nunca los vi asustarse por las golpizas que mi padre me propinaba, ni por las acusaciones indecentes de mi madre, creo que los divertía y los hacía sentirse fuertes ante al hermano mayor. Por más de quince años no volví a saber de ellos.
Mi maestro me llevó hasta la montaña y allí se despidió, Marcos, dijo, tenés que nacer de nuevo. Me apretó las sienes con ambas manos como si con ese gesto introdujera en mi cerebro una luz que me vaciaría del pasado. Largos días pasé merodeando el monasterio, como cientos de otros niños chinos. Conseguir un trozo de pan o medio jarro de agua implicaba estar vigilante y ser el pez más veloz. Una vez al día, desde lo alto del monasterio, arrojaban panes. Mientras, éramos observados pacientemente por los monjes, en nuestros movimientos, en cómo nos relacionábamos con los otros niños, en el ingenio con que pasábamos las horas subiéndonos a los árboles o inventando juegos. Por las noches cuando la temperatura bajaba nos apiñábamos como cerditos en las tetas de la cerda. Sólo unos pocos fuimos admitidos.
Adentro resultó más duro aún. Nos daban un palo para romper una piedra y así golpeábamos horas y guay de que se rompiera el palo. Debíamos cruzar un canal que conducía al comedor pisando las cañas que flotaban sin hundirnos si pretendíamos cenar, si no, dormíamos con el estómago vacío hasta el desayuno o hasta que algún maestro ante nuestra obstinación, decidiera enseñarnos cuál era el secreto, o la técnica para no hundirse.
Nada extrañé. Ingresé a un mundo que me hizo olvidar las tristezas de barrio Empalme. Sólo volvía allá en sueños sobresaltados. A los dieciséis años, me propusieron ir a Beijín a estudiar medicina. Los monjes gozábamos de una consideración especial en la universidad. Al principio me sirvió para componer los huesos de mis oponentes al finalizar los combates.
A los veintidós, el estado chino me envió como médico a Vietnam. Allí además de curar, aprendí a correr. Cada vez que los aviones comenzaban a incendiar las aldeas, nuestras piernas se convertían en la única chance de zafar de la muerte. Con la derrota del ejército estadounidense, se terminó la guerra en Vietnam y yo podía regresar a la Argentina.
En 1976 quise quedarme en Italia, pero mi pasaporte chino fue rechazado y decidí entonces volver a Córdoba. En el aeropuerto, sólo por portar el sello de Vietnam, me detuvieron y me llevaron al campo de concentración La Perla.
La cuadra con cientos de cuerpos en el suelo, vendados y temblorosos, hedía a miedo y a muerte. Los camiones nocturnos sacaban prisioneros, y traían otros nuevos. “Trasladados” decían los jefes riendo como hienas. ¿Por cuál absurda coincidencia estaba yo ahí, esperando un traslado al otro mundo?
No había aprendido todavía la resignación, con pavor había batallado desde niño contra ella. Recordé a mi maestro, sentí sus manos en mi cabeza. Nacer de nuevo, no morir.
Una noche sin luna cuando volvíamos del baño, en un descuido del gendarme, le arrebaté la pistola, lo obligué a que me abriera la reja y comencé a disparar tiros a diestra y siniestra. Salí lanzado a la oscuridad cerrada. Corrí, corrí por los campos como cuando tenía sobre mi cabeza el ruido enloquecedor de los bombarderos norteamericanos. Corrí hasta el amanecer y durante meses viví en la parte baja de la Quebrada del Condorito alimentándome de raíces.
Cuando se hizo insoportable seguir esperando volví a Barrio Empalme. Mis padres no habían mejorado en mi ausencia, y mis hermanos eran unos perfectos imbéciles. No me permitieron estar en el dormitorio con ellos, sino en el living donde cada mañana debía parar el colchón contra la pared. Un día mi padre quiso volver a golpearme como cuando era chico. Yo le agarré la muñeca en el aire, y lo llevé hasta el patio, puse una pila de ladrillos y los partí en dos. Dejaron de molestarme.
Empecé a dar clases de taichí, y a practicar medicina con hierbas y acupuntura. Tuve una mujer por un tiempo, y dos hijos. La menor me acompaña y le he enseñado a reconocer las plantas y sus usos.
Permanecí al lado de mi padre en sus últimos días en el hospital. Allí hablamos y él no recordaba nada de sus maltratos de cuando fui niño. Mi madre sigue con la mirada retorcida, seca, vestida de luto, como un árbol negro.
Fotografía: De Niamfrifruli – Trabajo propio, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=78255605