Florencia Ferreyra |
Las obras de arte son, desde siempre, portadoras de múltiples significados que podemos hacer reverberar, activándolos. La polisemia que las artes contemporáneas y críticas construyen se apoya, a contrapelo de cualquier nihilismo, en un sitio aurático (en términos benjaminianos)[i] al que conviene apelar cuando las palabras no alcanzan para describir lo que se está viviendo.
En los párrafos sucesivos me apoyaré, entonces, en “Paisajes”, obra del joven artista Nicolás Rodríguez[ii], que pone en escena la injusticia más evidente y estructural de nuestro país: la inequidad en la distribución de las riquezas, cuya consecuencia más extrema es el lujo, por un lado, y el hambre por el otro. En el medio, una lógica de consumo desquiciada que arrasa con lo verdaderamente sagrado de este mundo: la tierra como propiciadora de vida.
En esta obra, nuestro artista consigue tensar aspectos políticos y estéticos en singular equilibrio: mediante el uso de un lenguaje propio de la historia cultural del sector que critica, y utilizando una técnica que requiere dominio artesanal, hace sitio a la denuncia simbólica que recoge, como resultado de un proceso de participación activa en manifestaciones contra los efectos nocivos de los venenos vertidos a las siembras. “Paisajes”, que obtuvo el Primer Premio de Cerámica en el 107 Salón Nacional de Bellas Artes (2018) se compone de una serie de platos cerámicos decorados con la técnica de bajo cubierta: delicados diseños de vegetales en azul, cuya reminiscencia rococó remiten a un pasado señorial europeo, enmarcan imágenes que narran el proceso mediante el cual el sistema productivo del sector agrario argentino consigue sus enormes fortunas, con desastrosos efectos en el ecosistema y las poblaciones rurales.[iii] Cierta práctica señorial (la de servir comidas muy elaboradas en platos de refinados diseños, con todos los protocolos de “buenas conductas” que ello comporta) ha dejado como resabio una auratización de los objetos que, ahora en desuso, decoran paredes que lloran de nostalgia por una vida de privilegios que ya no se tiene (o la añoranza de lo que nunca se tuvo). Hay, por supuesto, un público que hoy consume arte crítico y puede comentarlo, como antaño, en exclusivas reuniones donde se sirven deliciosos manjares en vajilla de lujo.
La secuencia, dibujada exquisitamente y construida con una perspectiva altamente politizada incluye: escenas de desmonte; trabajadores agrarios empobrecidos protestando; contaminación ambiental; paisajes domesticados por el modelo agroexportador; familias indigentes espigando en la basura; viviendas que alcanzan, a duras penas, la categoría de taperas; bidones de veneno; aviones fumigando territorios que son, también, sitios hospitalarios al narcotráfico; y una escena típicamente publicitaria de la soja creciendo potente, bajo el abrigo de la multinacional Roundup. Así, lo que se pone en imagen es un cuestionamiento al relato hegemónico, propiciado por los sectores más conservadores de ultraderecha, acerca del valor indiscutido de la propiedad privada de las tierras argentinas. Mediante discursos legalistas (repetidos de manera incansable por periodistas acólitos en la liturgia eterna de la sociedad rural) se protege la cultura del saqueo, tan refinada que cuesta diferenciar la evidente injusticia de lo normativamente permitido. Las piezas, que a simple vista parecen formar parte del mundo de las antigüedades, denuncian un tipo de consumo elitario, construido sobre las bases de un sistema que explota a muchos para beneficio de pocos y nos recuerda que comer y sobrevivir sigue siendo (lo es cada vez más desde el pasado 10 de diciembre) un privilegio disparejo en el reparto de oportunidades que ofrece nuestra nación. La referencia a la historia de una distribución desigual de las tierras, en el período en que se consagraron las más importantes instituciones nacionales, resulta también ineludible[iv]
La belleza de la composición, acceso a la experiencia estética, invita a una apacible contemplación que, como mínimo, debiera incomodarnos y, en el mejor de los casos, empujarnos en movimiento centrípeto por fuera del mundo del arte.
Con esas imágenes en mente, aun a riesgo de caer en lo radical, e incluso en lo ingenuo, propongo nos preguntemos: ¿cuál es el verdadero origen de la propiedad privada de cada individuo? ¿cuál es el verdadero mérito de cada ser humano para ser acreedor de tal o cual herencia? ¿es el modelo capitalista y extractivista el único medio posible de organización económica y social al que podemos aspirar? Evidentemente no parece factible salirse de un modelo extendido mundialmente, pero sí cabe la pregunta por la redistribución de los beneficios (y no sólo de los perjuicios) que la explotación de dichas tierras genera. Una respuesta posible a esto es el Federalismo, hoy en jaque por un renovado modelo de país (jamás pasado de moda por completo) cuyas bases parecen ser la abolición o la reducción ad infinitum –todo lo que aguantemos- del rol del Estado.
Y si a pesar del desasosiego y la desesperanza rescatamos esta obra es porque a partir de ella podemos no sólo reflexionar sobre este contexto aciago. Podemos –ojalá- emprender un camino hacia la toma de consciencia de nuestras sociedades como el resultado de procesos de larga duración, en los cuales incidimos (mucho o poco) en función del sitio que nos construimos en ellas. También, porque desde aquí podemos establecer una precaria forma de fe, que nos aporta algunos pocos (pero loables) motivos para seguir hablando de arte en tiempos urgentes.
[i] En su mítico ensayo “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”, Walter Benjamin sitúa a la fotografía como sitio de pérdida progresiva de lo que aún tenía de sacro el arte. Las imágenes que antaño eran adoradas como portadoras de religiosidad, habrían conservado algo de aura, aun cuando se hubieran vaciado de ese sentido, al pasar a formar parte del mundo del Arte. Con el advenimiento de la fotografía y aquellas técnicas multiplicadoras que les quitaban unicidad, irían perdiendo, paulatinamente, esa sutil y poderosa carga simbólica que, sin embargo, es constantemente restituida por el mundo del arte, cuando éstas ingresan a sus espacios consagrados.
[ii] Nicolás Rodríguez es un artista mendocino nacido en 1986. Estudió la Licenciatura en Artes Visuales en la UNA (Universidad Nacional del Arte) en Buenos Aires. Su trabajo artístico propone cruces sobre temas relacionados al origen, tiempo y materialidad, partiendo de lo afectivo y combinando imaginarios familiares propios e históricos, haciendo foco en la práctica de oficio manual como método de exploración.
Entre 2021 y 2022 realizó el Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella; AB-ele con Carla Barbero y Javier Villa (2020/2022); Programa Semillero (2020), y Proyecto PAC (2018). Participó en clínicas con Mónica Girón, Ernesto Ballesteros, Patricio Larrambebere, Sofía Dourron y Alicia Candiani. En 2019 desarrolló Agua Dulce, proyecto artístico y de investigación en colaboración con IN-SITU, el cáncer como injusticia social (CONICET, Entre Ríos- Bs As). Ha participado en muestras individuales y colectivas, como en diversos premios, destacándose el Premio Klemm, Salón Nacional de Artes Visuales, Premio UADE y Premio Itaú. Durante el 2023 recibió la Beca Constelaciones y realizó las Residencias URRA y Raíces. Vive y trabaja en Buenos Aires.
[iii] Puede verse la serie completa en Instagram de la galería “Un lugar en el mundo”: https://www.instagram.com/stories/highlights/17911124587648817/
[iv] Refiero a la creación de Museos, Salones y Academias, como sitios de enunciación apoteótica del proyecto ilustrado modernizador del Estado Nacional Argentino, en tanto mecanismo de simbolización del dominio de lo civilizado sobre la barbarie. Un siglo después de la violenta Campaña del Desierto, el poder económico sigue concentrado en los pocos y grandes terratenientes (ahora propiedades transnacionales) que se enriquecen mediante un modelo de explotación de recursos naturales y humanos. Sin ánimos de caer en reduccionismos materialistas, creo importante advertir que parte significativa del mundo artístico argentino se sostiene mediante capitales de las grandes industrias (interesadas en fomentar eventos artísticos, en parte por la deducción impositiva que eso implica, como también porque esos eventos configuran escenarios para recotizar sus propias colecciones de arte), por lo que cabe preguntarse por los efectos disruptivos que obras como ésta puedan tener una vez incorporadas al mercado. De todas formas, el pretendido carácter federal del Premio Nacional, con la itinerancia y la distribución de las obras participantes (como de sus paratextos) que ello supone, bien puede propiciar un espacio de reflexión para espectadores variados.