El artículo reflexiona sobre la nueva fase de relación entre el Estado y los Pueblos Indígenas, dando cuenta de sus perfiles actuales y de un futuro que considera de alto riesgo a la supervivencia material y cultural de estas comunidades. | Silvina Ramírez
La actual gestión de gobierno argentino no tiene precedentes en lo ideológico, y transita un camino difícil de describir y más difícil aún de avizorar pensando en un futuro inmediato. Su política declarada de desmantelar el Estado –no sólo achicarlo- tiene consecuencias complejas para valorar en su total dimensión, en un escenario siempre cambiante y dinámico. Cada una de las medidas sigue sorprendiendo negativamente, en un contexto social desarticulado, con pocas capacidades de respuesta, a lo que se le suma la legitimidad importante que detenta el presidente, fruto de los resultados electorales de noviembre de 2023.
Para explicar y comprender la emergencia de un presidente auto adjetivado como “anarco capitalista”, debemos entender también la historia reciente de argentina, signada por una grieta omnipresente entre los diferentes partidos políticos, con una captación del Estado por supuestas fuerzas progresistas, que finalmente mostraron su peor cara en la presidencia de Alberto Fernández, caracterizada –más allá de la pandemia y otras desgracias que siempre se mencionan- por el inmovilismo y la ineficiencia. Basta mencionar que el ex presidente, en sus cuatro años de gobierno, no pudo nombrar un procurador general, ni un magistrado para ocupar las vacantes de la Corte Suprema de Justicia. Tampoco pudo designar un defensor del pueblo que lleva años sin ser nombrado, y mucho menos construir un marco de protección y políticas específicas para los pueblos indígenas.
En el contexto actual, entonces, con otro signo político y con otro sesgo ideológico, formular políticas públicas que garanticen los derechos de los pueblos indígenas se convierte en un albur. Las declaraciones del presidente y algunas de sus primeras medidas dan cuenta de ello. Desde el Decreto de Necesidad y Urgencia 70/23 –cuya inconstitucionalidad es flagrante, a pesar de que la Corte Suprema de Justicia se resistió a expedirse- una de cuyas medidas es la derogación de la ley de tierras que impacta sobre las comunidades indígenas, el cierre del Instituto Nacional contra la Discriminación, la xenofobia y el racismo (INADI), la reestructuración del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) –que incluye la eliminación, en la práctica, del registro nacional de comunidades indígenas (Renaci)- todo apunta a pensar en un futuro muy complicado para los pueblos indígenas.
Si repasamos las deudas pendientes del Estado argentino con estos pueblos, éstas se van incrementando y acumulando con el correr de las décadas. Sin lugar a dudas, el reconocimiento de sus territorios es la deuda que alcanza mayor trascendencia y gravedad. No sólo por lo que significa para las comunidades indígenas la posibilidad real de seguir sobreviviendo como lo que son, por su propia identidad cultural, sino porque su desconocimiento forma parte de las nefastas consecuencias de la conquista y el colonialismo. Los despojos de sus territorios se volvieron un lugar común en las crónicas del pasado, pero adquieren una centralidad en la actualidad, precisamente porque las disputas se van acrecentando al calor de los intereses fraguados a su alrededor.
Las diferentes instancias o mecanismos del Estado, en sus diversas dimensiones, tienen un rol irremplazable. Para formular políticas públicas específicas e interculturales, para garantizar derechos, para distribuir riquezas y para combatir el racismo y la discriminación. Si estas herramientas desaparecen, aunque sean imperfectas, o se vuelven inútiles para perseguir ciertos fines, si las desigualdades ya no encuentran un lugar en las agendas públicas, poco se podrá hacer para redoblar la lucha por los derechos indígenas.
El escenario presente y futuro es extremadamente incierto y complejo para los pueblos indígenas. Los derechos siguen vigentes, tienen fuerza normativa, pero si “pre–Milei” se vulneraban, hoy existe en la práctica una permisión desde las más altas autoridades políticas del país para incumplirlos. Los interlocutores del Estado para avanzar en la implementación, a nivel nacional, prácticamente no existen, y las instituciones que tienen como mandato ocuparse de los pueblos indígenas gozan de un estatus dudoso. La reducción del Estado, si bien parece ser coherente con la primera parte de la calificación de la visión política de este gobierno: “el anarquismo”, adquiere un matiz francamente preocupante con la segunda parte de la calificación: “el capitalismo”.
Las diferentes instancias o mecanismos del Estado, en sus diversas dimensiones, tienen un rol irremplazable. Para formular políticas públicas específicas e interculturales, para garantizar derechos, para distribuir riquezas y para combatir el racismo y la discriminación. Si estas herramientas desaparecen, aunque sean imperfectas, o se vuelven inútiles para perseguir ciertos fines, si las desigualdades ya no encuentran un lugar en las agendas públicas, poco se podrá hacer para redoblar la lucha por los derechos indígenas.
El capitalismo ha significado una amenaza permanente de sustracción, y un saqueo que se concreta día a día de la mano de las actividades extractivistas. Privilegia las empresas, cualquiera sea su capital, pero priorizando el procedente del sector privado genera la falsa ilusión de una libertad de mercado beneficiosa para los y las ciudadanos y ciudadanas. Sin embargo, concentra la riqueza en manos de pocos y sólo protege un sistema que tiene como eje producir para consumir, en una espiral ascendente que no conoce de costos, de daños, de sacrificios.
Es así que la explotación petrolera y gasífera, la mega minería, la explotación del litio, los negocios inmobiliarios, etc., encuentran en la actual gestión de gobierno su mejor aliado. A pesar de que los territorios indígenas se encuentran en disputa, y que la resistencia se da en el mismo territorio, la lucha se libra asimismo en el campo judicial, pero la relación de fuerzas es muy dispar. La presencia de un Estado que lejos de regular y articular garantías, libera los avances privados sobre los bienes comunes de los territorios indígenas, impulsando la obtención de riquezas de esos territorios, los resultados pueden ser francamente negativos y devastadores para las comunidades.
Es difícil predecir el futuro inmediato o realizar un pronóstico a más largo plazo. Del análisis de la actual coyuntura, y de las últimas medidas tomadas por el gobierno -algunas de las cuales fueron ya apuntadas- es posible inferir una profundización de los conflictos territoriales de larga data, una desprotección mayor de los derechos indígenas, la prácticamente imposible discusión de una ley de propiedad comunitaria indígena, que sigue pendiente.
Si bien en Argentina los instrumentos jurídicos internacionales siguen siendo vinculantes, se vuelven en muchos casos expresiones de deseo frente a una realidad local que les es claramente adversa. A pesar de todo, los pueblos indígenas siguen delineando diferentes estrategias para reclamar, denunciar y avanzar en la consecución de sus derechos. Lo que queda claro en Argentina es que asistimos a un nuevo ciclo de una relación Estado / pueblos indígenas que se reedita en su traumatismo y tensiones, y cuyo devenir sigue siendo equívoco.
Chubut, 9/11/2024