Abdicar

Abdicar

Mónica Inés Flores |

Todas las noches el príncipe sale de pesca en su barca. Todas las noches su escudero solicita escoltarlo, pero al príncipe le encanta disfrutar en soledad la inmensidad del océano, el aire salado y los candiles del cielo. Una conjunción maravillosa se dice.

Esta mañana no ha regresado. Lo buscan a lo largo de la playa, entre los acantilados y su filo, en el mediodía y su luz dorada. Nada. Solo la barca lejana meciéndose con la marea baja.

¿Cómo llevarle la noticia a un padre irascible, a una madre frágil como flor de manzano? En el camino se encuentran con Berenice, la prometida del príncipe. Ella entrena sus artes a orillas del mar. Al verlos aproximarse guarda su espada en el cinto y los espera sonriente. Qué noticias me traen dice bañada por el sol que está cayendo desaforado sobre la arena.

Se adelanta el escudero sombrío El príncipe se ha perdido en las aguas anuncia, haciendo con su mano una visera que tapa las arrugas de su frente y le permite ver el rostro de la joven. Un leve temblor recorre la figura de la chica. Ella pone la mano en la empuñadura de la espada, se sostiene en ella y pregunta con voz firme ¿En el mar? La voz del escudero suena desesperanzada. Eso creemos. Ella gira sobre sus talones y comienza a subir la cuesta. Los hombres continúan su camino, hacia la espinosa tarea de informar a los reyes.

Berenice sabe, o intuye. No se lo tragó el mar. Hacía tiempo que el príncipe estaba inquieto. Solía  preguntarse qué había más allá de las costas de su reino, de las ondulaciones de sus tierras, de la pobreza de los pescadores, del arado de los campesinos, de la fragua de los herreros y del hacha de los leñadores. Otros bosques, otros harapientos y también reyes impiadosos  responde ella clavando su espada entre las zarzamoras que crecen en el lindero del bosque. Sus dedos se ocupan en arrancar los pequeños frutos para dárselos a probar al príncipe. Pero yo quiero saber más murmura él. Desentierra la espada y la hace girar en el aire. Se vuelve y entrega la espada a su dueña. El cielo es diáfano en los ojos del príncipe, con un fulgor que permanece por unos instantes. Berenice lo mira sin entender cuál es el enigma que lo atraviesa.

La voz del rey truena y se estampa contra las paredes del castillo. Traigan noticias más ciertas o las cabezas de ustedes rodarán desde el empedrado hasta la fosa. Los hombres vuelven a la costa donde los pescadores echan sus redes. Hay un anciano, casi ciego que está sentado en lo alto de una piedra, apoyado en su cayado.

Sin esperar que le pregunten anuncia: Estaba  anoche escuchando el arrullo del mar…oí voces extranjeras, voces de hombres en una gran embarcación. Hablaban con el príncipe  el viejo se interrumpe  La voz de él sonaba alegre, exaltada  agrega como para sí mismo. ¿¡Cómo sabes que era el príncipe!? ¿¡cómo sabes que el barco era grande!? insisten Todavía veo los bultos, si hay luna. Era él. Lo conozco desde niño. Luego me fui a dormir.

Regresan los hombres asustados. Comunican al rey lo dicho por el viejo. El rey no grita, no se enfurece como temieron sus sirvientes. Los despacha con un gesto. Va hasta la ventana, y permanece allí hasta que el sol enrojecido desciende sobre la playa. Se ha ido. Cuando debía reemplazarme, se ha ido.

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