Mónica Flores |
No sé porqué pero en los dos últimos meses, cuando vengo a Estancia Vieja, me dan ganas de salir a caminar de noche. El tiempo es agradable, las luces son pocas y las casas solitarias. Es como si el andar por un lugar más agreste, menos civilizado, me hiciera ingresar a un tiempo diferente, de sosiego. Las calles son en pendiente, de formaciones rocosas irregulares y resbaladizas, en particular las que son de piedra blanda, porque se deshacen en pedregullo y arenisca. Hay pocos caminos de tierra firme, la mayoría tienen surcos y grietas que cada tanto la Comuna rellena con escombros y tierra. Pero las lluvias los lavan pronto. Hay que desplazarse con cuidado. Yo suelo llevar uno de esas varas que usan los caminantes que hacen trekking, es verde, y de metal. Alguien nos lo regaló en Santiago de Compostela.
El período veraniego hace rato que acabó. Sin ruidos de gente en las noches, el aire es diáfano, el mundo parece distante. Con estrellas o sin ellas, vivir se torna menos caótico, los conflictos se diluyen y mi cabeza se vacía. No me rondan los recuerdos hacia atrás ni los miedos hacia adelante.
Esta noche más que otras me asalta el deseo de ir a caminar. Ya hemos cenado, me pongo una chalina y anuncio que iré hasta el bar a comprar brownis como postre.
El bar queda a espaldas al río, a unos 400 metros. Por las noches está abierto de jueves a domingo. Luce un simpático aspecto hippie con un mobiliario hecho con maderas de rezago, mezclado con sillones antiguos y los sábados suele haber músicos de jazz.
Para acortar camino voy por un pasaje baldío con un sendero muy angosto que termina en una inmensa roca plana, hacia el final se torna un poco escarpada, cuando desciende hasta la costanera del río.
No he llevado linterna y ese trecho es oscuro. Andar entre los yuyos altos se hace dificultoso, pero lo conozco bien y la placidez de la noche me anima.
Antes de bajar a la calle me siento a respirar en esa roca ancha, con forma de nave. Es como un vórtice de energía nocturna. Cuando me incorporo tu mano sostiene mi mano. Me señalás donde poner el pie, corrés la rama de un espinillo para que no me roce y entonces me acuerdo que te gustaba el jazz, una música que yo nunca comprendí.
Caminamos de la mano. Se escucha el murmullo del río, apoyo mi cabeza en tu hombro y siento ese tu olor, tan lejano, tan olvidado, tan cierto.
Caminamos largo rato, en silencio, sin luna, solo nos acompaña el crepitar del agua cercana. La última vez que nos vimos fue bajo un pino, en el departamento minúsculo en que vivíamos con nuestro hijo, que apenas había dado sus primeros pasos. Vos estabas en el suelo boca abajo, un tipo te pisaba con su borceguí la espalda, y arriba de tu cabeza te apoyaba un arma larga. Otros dos me llevaron a mí hacia adentro, a buscar a nuestro hijo que los miraba sonriente. Era un niño hermoso y sociable. Estaba parado en su cuna y tiró sus brazos hacia mí. Levantálo, me ordenaron. Salimos enseguida, pasamos a tu lado. Te escuché decirme y ahora, cuándo nos vamos a ver otra vez. Me detuve, pero el que me llevaba de un codo, me hizo continuar.
Es extraño, no está el bar, ni la placita, ni el vado por donde cruzan los autos, ni el puentecito de madera casi en ruinas, ni los faroles, ni las casas. Solamente nosotros dos, con el río a la izquierda que nos sigue con un rumor sereno. Pienso que está igual a como era hace 40 años. Lástima por el jazz que te gustaba tanto. A mí no, aunque habíamos leídos juntos El perseguidor y nos había parecido lo más intenso de Cortázar.
De repente un pequeño viento sacude las ramas y te digo que tengo frío que volvamos. Y ya no siento tu cuerpo pegado al mío, ni tu olor a cigarrillos negros. Veo las luces del bar y a Gonzalo el dueño, que está subiendo a su moto para llevar algún pedido. Se ríe, ¿venís sola por esta oscuridad? Creí que no te gustaba el Jazz.