Mónica Flores |
Los hermanos Elías y Daniel esperaban en la estación a Sara, la hermana menor, desde dos horas antes del arribo. Fumaron un cigarrillo tras otro y se dieron cuenta de que si habitualmente no lo hacían hasta después de cenar, era porque nunca tenían las manos desocupadas.
A este país, tan lejano del que nacieron, habían emigrado hacía ya más de una década en busca de tierras fértiles y accesibles. Y las habían encontrado. Con entusiasmo renovado, cada día cercaban los campos, preparaban la tierra, sembraban, veían crecer los trigales, parir sus animales y nacer sus hijos.
Desde pequeña Sara fue huraña y diferente a ellos. Solo quería leer, ir al bosque y subir a las montañas. Su padre ya viejo, fue complaciente al extremo con esa hija, tal vez porque al nacer ella, se apagó la estrella materna. Como pudieron, se encargaron de cuidarla entre los hermanos y una tía. Pero al comenzar la Guerra, ellos se vinieron a América. Los despidió una jovencita reluciente, que a los diecisiete años atraía todas las miradas.
Cargaron en la chata no menos de diez baúles y cinco valijas. Recibieron a Sara con alegría y con no poco asombro. Ella era de largos rizos castaños y unos ojos azules que indagaban sin sutileza a quien le dirigiera la palabra. Hablaba lo imprescindible, salvo con sus hijas. La primera, lo supieron por la última carta del padre, la tuvo con un soldado que murió en el frente. Una década después, les llegó un telegrama anunciando su llegada.
Las tres niñas se colgaban de la cintura de su madre como cachorros felices y obedientes y recibían abrazos, besos y risas todo el tiempo. Habían llegado por fin al lugar que Sara les había descripto e inventado, mientras hacían los preparativos y durante los días del largo viaje en barco. Su marido, un hombre mayor, delgado, que parecía no terminar de estar allí, buscaba con los ojos algún changarín que se ocupara del equipaje, aunque Daniel y Elías ya habían hecho toda la faena. Peter había saludado con afabilidad a sus cuñados, quienes disimularon cierta incomodidad frente a este señor de traje y maneras delicadas.
Sara debía tener no más de 32 años cuando pisó las calles de tierra de esa extensión llana, con hileras de álamos recientes a la vera de los caminos y ninguna montaña. Su cuerpo esbelto y erguido, no parecía guardar rastros de haber parido y amamantado esas tres chiquillas de doce, ocho y tres años, calcularon al verlas. Sin demasiadas explicaciones se enteraron los hermanos que ninguna de las tres niñas era hija del mismo padre, ni tampoco de ese marido que armaba sus cigarrillos con parsimonia detrás de los ventanales donde hubiera sol, pero que les había dado su apellido.
Peter cada mañana salía a buscar el periódico, preguntaba a las niñas si querían chocolates y caminaba las tres cuadras hasta la panadería, en la que previamente había solicitado una torta de manzanas, o de nueces, o de lo que la panadera quisiera hacer. Nunca supieron cómo se hacía entender, si solo hablaba en francés y ni una palabra en castellano, a diferencia de Sara que había aprendido con ahínco el idioma, desde al menos dos años antes de su viaje a la Argentina
Compraron una casa de cinco habitaciones frente a la plaza del pueblo, con jardín y algunos frutales en el fondo. Sara encargó telas que trajeron de Buenos Aires y con sus dedos largos e inquietos cosió las cortinas, la mantelería y los almohadones de los sillones. Cada niña tenía su propio dormitorio, uno pintado en lila, otro en rosa y el de la más pequeña en color durazno, no solo las paredes, también las sábanas y las fundas lucían bordados por Sara en esos mismos colores. En la primavera Sara plantó naranjos en la vereda, en el jardín y en los claros del patio.
Algunas veces iban a Buenos Aires. Peter a visitar al médico porque su tos se había vuelto más frecuente. Sara compraba regalos para todos, en especial para los siete sobrinos. Útiles y guardapolvos, menos toscos de los que había en las tiendas del pueblo para las niñas. Eleonor había inaugurado el colegio secundario y la más pequeña comenzaba ya el primer grado. Peter tosía cada vez más, pero aún pálido, apoyándose en un bastón de mango plateado y con la espalda derecha caminaba al calor de las diez de la mañana, con lentitud, en busca del periódico, una vez al mes iba por sus cheques al correo y cada día por el pastel a la panadería. Cuando ya no pudo hacerlo fue Danae que ahora tenía doce años y amaba ese padre, quien al volver del colegio hacía lo que él antes, y se quedaba acompañándolo sentada al lado de su cama, o sobre la alfombra ocupándose de sus deberes.
Sara preparaba los almuerzos y las cenas, pero eran las niñas quienes llevaban a su padre las bandejas y se quedaban respondiendo a sus preguntas. Cuando no tuvo más fuerza para incorporase, Danae le daba trocitos de manzanas cocidas en la boca y le cantaba las mismas canciones que su madre a ella, cuando pequeña. Sara contrató a una mujer que lo cuidaba y solo permitió a las niñas saludar a su padre cuando volvían del colegio y antes de acostarse.
Peter murió al comenzar octubre. Las chicas insistieron en que Peter no querría estar en un cementerio entre extraños, Sara se negó al principio, pero luego aceptó que lo enterraran bajo sus naranjos. Las chicas se veían tristes, pusieron unas salvias de penachos violetas sobre la tierra, dibujaron papeles con frases amorosas y los dejaron allí hasta que el viento los esparció.
Sara viajó enseguida a Buenos Aires para hacer trámites en la embajada, enviar telegramas y comprar pasaje. A su regreso habló con las esposas de Elías y Daniel, reunió a las niñas y les explicó detalladamente sus pasos futuros. En noviembre viajaría para vender propiedades de Peter, arreglar la herencia con sus otros familiares, mientras, enviaría dinero para el mantenimiento y cuidado de las niñas y para el trabajo que éstas les causaran a sus cuñadas. Las esposas de sus hermanos, eran mujeres fuertes, hacendosas, argentinas, acostumbradas a trabajar de sol a sol y que ya habían criado a sus hijos. Se sintieron un poco ofendidas cuando Sara habló de pagarles, no le dijeron nada, pero sí a sus maridos. Ellos no habían sido consultados, Sara es así, uno nunca sabe qué piensa, dijeron ellos, qué siente, qué planes tiene, al menos eso habían corroborado en los tres años de vecindad y de insuficientes momentos compartidos. No entendían por qué Sara había venido a la Argentina, porqué se había casado con un hombre ya enfermo, no les molestaba cuidar a sus sobrinas, al contrario, eran tres soles expansivos que hablaban perfecto el español, de una inventiva sorprendente y que con rapidez resolvían cualquier inconveniente, riéndose, sacando de la manga ideas que las otras dos ampliaban o hacían florecer, siendo que ellos, hombres todavía jóvenes, sentían que sus cabezas se habían vuelto pesadas y lentas de tanto arado y menesteres manuales.
Las chicas aceptaron las ideas de su madre sobre cómo acomodar sus vidas mientras ella faltara, se abrazaron a Sara a cada instante hasta que subió al tren. Prefirieron vivir en casa de sus tías. No quisieron volver a la casa vacía, solo Danae iba, acompañada de su primo Ariel a buscar naranjas, a regar las salvias y hablar con Peter mientras desyuyaban su tumba que habían trasformado en un jardín.
Pasaron los meses, todo se demoraba, los trámites eran lentos. Recibieron cartas que iban espaciándose, regalos para los cumpleaños, hasta que un día llegó un sobre muy elegante dirigido a ambas tías. Sara se casaba y prometía que la luna de miel sería en Argentina, el novio quería conocer el sur y también a ellas. Pronto Eleonor terminaría el secundario, no parecía buena idea que dejara el colegio, los planes de estudio en Suiza eran diferentes. Además, había otra guerra en puerta.
Toda comunicación se interrumpió. Dejó de llegarles dinero, pero los tíos dieron gracias por estar lejos, sus graneros se vaciaron y aumentaron las ganancias. Europa les compraba y la paga era, para ellos, cuantiosa. Sara fue quedando en el olvido, los brazos de las tías eran gordos y cálidos. Los primos las cuidaban.
Volvieron a abrir la casa, organizaron allí las fiestas de quince, la de Danae y la de Zoe. Por la noche el olor de los azahares les recordaba su madre y los chocolates que compraban en Buenos Aires, a Peter.
Encontraron cartas en un cofre cerrado con candado que hicieron saltar con una tenaza, allí estaban los secretos que recién comenzaban a preguntarse, quiénes eran sus padres, el de Eleonor, el de Danae, el de Zoe. Quién era Peter, quién era Sara. Estaban las cartas de ellos, las que le escribieron a Sara durante la primera guerra y en entreguerras.
A fines de 1945, recibieron noticias y una foto de Sara, estaban vivos, en la Suiza francesa, ella seguía hermosa, la guerra parecía no haberle impactado, él igualmente apuesto que ella. No tenían dinero, no podrían venir hasta que la vida se recompusiera.
Los hermanos menearon la cabeza, se santiguaron, no hicieron ningún comentario, las tías suspiraron, aliviadas, guardaron el sobre hasta la noche en que llegaría Danae y la leerían junto a Zoe.
Eleonor estaba en tercer año de medicina en Buenos Aires. Cada fin de mes venía por dos días. A la noche, después de cenar con los tíos y a veces, con los primos también, descolgaban las llaves y caminaban del brazo hasta la casa de los naranjos. Acostadas en la cama con dosel de Sara y Peter, conversaban las tres, imaginaban, ataban cabos. Seguían siendo un misterio sus identidades, la infancia en Suiza. Aunque ahora eran los amores, el futuro cercano, la curiosidad por la vida en Buenos Aires lo que las hacía soñar y otra vez reír como aquel día, cuando descendieron del tren, a la aventura de una nueva vida.
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